Salí de mi casa con la
mochila del instituto sin cerrar la puerta con llave, ya que nunca lo hacía y
me dispuse a montar en la bicicleta. Estaba cubierta de polvo a causa de que
llevaba un buen tiempo abandonada en el almacén pero no me molestaba que
estuviera sucia porque realmente no me importaba. Era de un color rojo oscuro,
más bien granate, exceptuando claro está el manillar, las ruedas, la cadena y
todas esas cosas de las cuales desconozco el nombre.
Me daba un poco de miedo
volver a montar después de tanto tiempo y por mi elevada torpeza. A pesar de
haber estado practicando los días anteriores, me aterrorizaba caerme, hacerme
daño por leve que sea. Finalmente, sin pensarlo más, me puse en marcha.
Una de las cosas que me
gustaba más de ir en bicicleta, aparte de sentirme ecológico y saludable, era
sentir el viento acariciar mi rostro y el cabello contra la ley de la gravedad,
era una sensación refrescante que hacía que me sintiera libre y capaz de todo.
Una vez alejado de la
zona residencial, llegué a una de las avenidas más transitadas de la ciudad que
conduce al centro de ésta y que debía cruzar si quería llegar a mi destino. Así
pues, bajé de la bicicleta para ir más seguro y esperé a que el semáforo de
peatones se pusiera verde. Había una pareja, supongo que un matrimonio lleno de
años de amargura, esperando a mi lado también. Entonces, el semáforo de los
vehículos se puso en rojo.
-Hay que ver, saben que
está a punto de ponerse en rojo y en vez de frenan aceleran… ya no hay quién
les eduque. – Dijo la mujer.
Cuando por fin el de
peatones se puso en verde crucé la avenida a pie, con la bici al lado y sin
preocupación.